miércoles, 17 de diciembre de 2014

SOLLOZOS





Los tenues sollozos del bebé perforaron el liviano sueño mañanero de Tamara Campos, que se levantó para atender al niño con los ojos todavía hinchados. Se golpeó la pierna contra una mesita de noche y soltó una maldición.
               Al oírla, el bebé chilló con más fuerza.
               -¡Cállate, que ya voy! –le gritó con más fuerza.
               Por el estrecho pasillo del piso fue hasta la cocina. Era una muchacha delgada en quien ya quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía haberla agraciado. Sacó de la nevera el biberón de Andrés y pensó en calentárselo, pero después decidió que solo tenía ganas de mandar a la mierda todo. <<Si tanta hambre tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío>>, se dijo.
               Fue hasta el dormitorio del niño y lo miró fríamente. Tenía diez meses, pero era enfermizo y llorón. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Ahora tenía algo en las manos. Tamara se acercó más, pensando qué demonios había encontrado.
               Tamara tenía diecisiete años, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer aniversario de su boda. En el momento de casarse con Javier Puime, embarazada de seis meses y sin posibilidad de disimular su estado, el matrimonio le había parecido la bendición que el padre Gabriel decía que era: una bendita escotilla de escape. Ahora creía que era un montón de mierda. Exactamente, advirtió consternada, lo que Andrés tenía en las manos y con lo que había ensuciado su pelo y las paredes.
               Se quedó mirándole sombríamente, con el biberón frío en la mano.
               ¿Para esto, reflexionó, había dejado el instituto, sus amigos y sus esperanzas de ser modelo? Por un marido que trabajaba todo el día y por las noches se iba a beber con los inútiles de sus amigos en el bar del pueblo. Por un mocoso que era el retrato inútil de su padre y que lo embadurnaba todo de caca.
               Y que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.
               -¡Cállate! –vociferó a su vez Tamara.
               Arrojó contra el niño el biberón de plástico, que lo golpeó en la frente y le hizo caer de espaldas en la cuna, llorando y agitando los brazos. Bajo el nacimiento del pelo le había quedado una marca roja, y Tamara sintió una horrible oleada de satisfacción, pena y odio que le anudó la garganta. Levantó al niño de la cuna como si fuera un trapo.
               -¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
               Antes de poder dominarse, ya le había dado dos puñetazos y lanzado contra la pared. El bebé dejó de emitir ningún sonido. Con el rostro purpúreo y demacrado, se quedó inmóvil el suelo.
               -Perdóname –murmuró Tamara-. Oh, perdóname. ¿Te he hecho daño, Andrés? Mami te va a volver a acostar.
               Y lo metió en la cuna. El niño le sonreía con su sonrisa sin dientes y miraba a su madre con esos ojos sin luz, sin vida.
               -Buenas noches, cariño –dijo Tamara dándole un beso. El bebé no respondió.
               No respondió nunca más.



FIN…


jueves, 14 de agosto de 2014

EL SÓTANO




Incorporado en la cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre retirándose finalmente), Carlos había terminado el jarabe. Rechistando se levantó y puso rumbo hacia el sótano, donde en un estante guardaban los medicamentos. En condiciones normales, habría sido su hermano Pablo quien le habría traído el jarabe. Pero él estaba solo en casa. O casi. Su hermano estaba en la autoescuela y su madre sí se encontraba en la casa, pero dormida. Trabajaba durante toda la noche y varias horas del día y el tiempo que permanecía en el hogar, lo utilizaba para descansar.
                    Oyó que su madre roncaba. Ese sonido era reconfortante, pero no lo era la idea de bajar al sótano. No le gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había Algo. Era una tontería, por supuesto, lo decía su madre y lo decía Pablo, pero aun así…
                    Tenía doce años ya, pero todavía seguía temiendo a la oscuridad. Normal. Su padre había muerto en ella. Había fallecido un día bajando las escaleras del sótano y la puerta se cerró de golpe y tropezó cayendo y rompiéndose el cuello escalones abajo. De eso hacía ya cuatro años y su madre y Pablo le habían dicho que fue un trágico accidente, pero Carlos no se lo creía. Sabía que había Algo más… Sabía que había Algo más en el sótano.
                    No se atrevía siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque siempre tenía la idea (era algo tan sumamente estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) de que, mientras estuviera tanteando en busca del interruptor, alguna garra espantosa (o Algo mucho peor) se posaría ligeramente sobre su muñeca… y lo arrastraría hacia esa oscuridad que olía a suciedad, a humedad y a miedo.
                    ¡Qué estupidez! No existían cosas con garras, todas peludas y llena de furia asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente, pero nada más. No había ningún monstruo viviendo allá abajo, en el sótano. Aun así la idea persistía. En aquellos momentos interminables, mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz con la mano derecha (la mano izquierda aferrada con fuerza al marco de la puerta), ese olor a sótano parecía intensificarse hasta ahogar el mundo entero. Los olores a sucio, a humedad y a miedo se mezclaban en un olor inconfundible e ineludible, el olor del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el olor de Algo que no sabía nombrar. Una criatura capaz de matar y comer cualquier cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño.
                    Esa mañana, había abierto la puerta para tantear interminablemente en busca del interruptor, sujetando el marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos apretados, la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios como una raicilla agonizante buscando agua en un sitio de sequía.
                    Los ronquidos de su madre llegaban desde el dormitorio de arriba donde se pasaba la mayoría del tiempo siempre que estaba en casa.
                    ¡Sus dedos encontraron el interruptor!
                    Lo accionó… nada. No había luz.
                    Mierda. La corriente eléctrica.
                    Carlos retiró su brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón apresurado en el pecho. No había corriente; había olvidado que estaba cortada. ¡Mierda! ¿Y ahora qué? ¿Volver a enfermar por no tomar el jarabe necesario y decirle a su madre que no pudo cogerlo porque no había luz y tenía miedo de que Algo lo cogiese en las escaleras del sótano, Algo que no era un asesino, sino una criatura peor que esa cosa? ¿Algo simplemente deslizaría una parte de su podrido ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? A Pablo le haría gracia, pero a su madre no. Su madre diría: <<A ver si creces Carlitos…>>
                    Respirando hondo y frotándose ambos brazos en carne de gallina, bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón golpeando su garganta como un martillo caliente, el pelo de la nuca en posición de firmes, los ojos ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría sola tapando la luz blanca que caía desde las ventanas de la cocina y entonces oiría Algo. Algo peor que todos los asesinos juntos, peor que todos los monstruos de películas de terror unido en uno solo. Algo, gruñendo profundamente, quizás incluso recitando el nombre de <<Carlos… Carlos… Carlos…>>-Carlos oiría el gruñido en esos segundos demenciales antes de que Algo se abalanzase sobre él y le descerrajase las entrañas-.
                    Carlos examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: trapos para limpiar la casa, una linterna rota, algunas pilas, una vieja lata de cerveza. La apartó luego hacia atrás… y allí estaba, por fin, una botella de jarabe bien llena.
                    Carlos arrancó de allí y subió las escaleras tan rápido como pudo, dándose cuenta de repente de que tenía los cordones desatados y de que esos cordones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta afuera y entonces le cogería de los cordones y le tiraría hacia atrás y…
                    Alcanzó la cocina y cerró la puerta a su espalda. La puerta sonó como si la hubiese cerrado un golpe de viento.  Carlos se apoyó contra ella con los ojos cerrados, la frente y los brazos cubierto de sudor y el bote de jarabe apretado en una mano.
                    -Carlitos, ¿Podrías bajar otra vez al sótano? Necesito tu ayuda un momento.
                    Los ronquidos habían cesado y la voz de su madre llegó flotando desde el sótano.
                    Carlos rio bajito. De nuevo tenía que bajar al sótano, pero esta vez con su madre estaba a salvo. Ese Algo del sótano no se atrevería a atacar a dos personas y mucho menos a su madre.
                    Abrió la puerta de la cocina y puso rumbo hacia el sótano que permanecía con la puerta abierta, invitando a entrar a Carlitos. La oscuridad del sótano en unos segundos le envolvería, pero en compañía de su madre no iba a suceder nada. Todo habían sido imaginaciones suyas. Ese Algo no existía.
                    Se disponía a entrar en el sótano para comenzar a bajar por los oscuros peldaños cuando unas fuertes manos lo rodearon y le taparon la boca.
                    Era su madre. Pero no tenía su habitual cara de cansada, sino que sus ojos desorbitados reflejaban auténtico pavor, auténtico miedo. Aterrorizada le dijo en un hilo de voz:
                    -¡Shhhh! Yo también escuché la voz…



FIN…




miércoles, 16 de julio de 2014

LOS PLATILLOS






Treinta años después, aquel mono continuaba igual; suave y lanudo pelo marrón, dientes blancos formaban una sonrisa particular, ligeramente endemoniada. Ojos color ámbar, típicos de cualquier peluche, pero en ese mono, aquella mirada era sobrecogedora e infernal. Y lo peor de todo, sus platillos de latón preparados para golpearse y dar comienzo a una nueva pesadilla.
               -Fuiste destruido –susurró  Manuel.- No puedes estar aquí…
               Como respuesta, el mono continuaba sonriéndole, como hacía treinta años atrás, cuando Manuel tan solo era un niño inocente.
               Era una lúgubre mañana de octubre. El viento silbaba y golpeaba con rabia los ventanales de toda la casa, pero eso no le preocupaba. Manuel estaba temblando por otra razón, una más aterradora: encima de su mesilla de noche, descansaba aquel horripilante mono. El hombre lo miró y comenzó a llorar, por culpa de aquel juguete de platillos endemoniados, habían muerto varias personas, demasiados seres queridos. El mono continuaba sonriéndole y entonces la pesadilla comenzó: los platillos del animal de juguete comenzaron a chocar: chang-chang-chang…
               Manuel perdió el equilibrio y cayó bruscamente al suelo de rodillas. El chocar de los platillos lo estaban matando de miedo: <<Chang-chang-chang, ¿Quién va a morir, Manuel? Chang-chang-chang, ¿Será tu esposa, Lucía siendo brutalmente atropellado por ti?, ¿Será tu hijo ahogado en el lago pidiéndote socorro con ojos desorbitados mientras tú no puedes hacer nada por ayudarle? ¿O finalmente serás tú? Chang-chang-chang, comienza el juego…>>
               Gimiendo, el adulto se tapó los oídos. El mono una vez más, había tocado sus platillos y con ello, sentenció una nueva vida. Sin pensárselo más, Manuel bajó las escaleras con espectacular celeridad y se encontró a su esposa en la cocina, preparándole el desayuno a su hijo Miguel.
               -¡Miguel! –Bufó su padre totalmente aterrado. Tanto el niño como la madre se sobresaltaron.- ¡¿Has traído tú este juguete a casa?!
               -Si –murmuró el chico en un tono inaudible. Su padre nunca le gritaba.- Lo encontré antes en la chimenea, ¿Qué ha pasado?
               -¿Le diste tú cuerda? –Preguntó desesperado. El niño movió la cabeza afirmativamente.
               -Pero no funciona… Está estropeado… -replicó Miguel.
               <<Mentira>> Pensó Manuel. Aquel estúpido mono funcionaba cuando quería y eso, él lo sabía muy bien.

30 años antes, en 1973, cuando Manuel solo tenía seis años, jugaba en el jardín trasero de su casa con su perro Elliot, un sano y fuerte labrador color crema. Esa tarde el cielo avecinaba tormenta y fue cuando el primer trueno iluminó todo el paisaje, el momento en el que el mono apareció por primera vez. Elliot lo había encontrado enterrado en el jardín de su casa. Manuel se acercó con curiosidad al perro y observó el juguete que tenía su mascota. Entusiasmado, se lo quitó y le dio vueltas por uno y otro lado, estudiándolo y admirando la sonrisa del mono. Con las primeras gotas de lluvia, el niño entró en casa y encontró la llave que tenía el muñeco insertado en la espalda, sobre la cintura. Manuel la giró, pero con gran decepción, comprobó que estaba roto. Pero aun así, era muy bonito.
               Aquella noche, lo colocó en la mesilla de noche, al lado de la cama y se durmió profundamente bajo la atenta mirada del mono. Pero de repente… el juguete empezó a entrechocar sus platillos en la oscuridad. Chang-chang-chang. Sobresaltado, el niño se despertó por completo, totalmente asustado. Su corazón latía con fuerza mientras con ojos como platos observaba al mono. Chang-chang-chang…
               -Para –gimió Manuel. Pero el muñeco continuaba batiendo sus platillos: chang-chang-chang. El niño avanzó hasta él con intención de detenerlo. Pero el mono se inmovilizó por sí mimo. A un último ¡Chang!, los platillos dejaron de chocar y la habitación se sumió de nuevo en el silencio. <<No me gusta, mañana lo tiro>> pensó.
               Pero al día siguiente se olvidó por completo de su propósito porque Elliot, su fiel amigo canino, había muerto durante la noche a causa de un terrible derrame cerebral, incluso le salía sangre por la boca.
               Durante los siguientes meses, el mono quedó guardado en un cajón, hasta que un día, Manuel lo encontró y olvidando el pavor que le tenía, le dio cuerda de nuevo, una vez más sin éxito de que funcionase. Lo guardó de nuevo en el interior del armario y allí quedó durante varias semanas. Hasta que una noche de tormenta, mientras el chico dormía plácidamente, el sonido de los platillos lo despertaron súbitamente. Chang-chang-chan, ¡Buenas noches, Manuel! Hacía tiempo que no me dabas cuerda. ¿Quién va a morir?, ¿Serás tú? ¿O será tu madre con un letal ataque al corazón mientras duerme? Tú has marcado una nueva muerte. Eliminaste a Elliot y ahora, ¿Quién será el próximo? Chang-chang-chang. Se quedó petrificado, mirando los aterradores ojos del juguete. El mono estaba acurrucado junto a él, protegiéndose por las mantas, ¿Qué hacía ahí? ¡Lo había guardado en el fondo del armario! Corrió escaleras arriba ahogado en lágrimas y miedo, en busca de la protección de su madre. Invadido por un terror imposible de describir, la abrazó con fuerza una vez hubo llegado a la habitación de su progenitora, pero ella no se lo devolvió. Estaba muerta…
               Fueron unos días muy duros para Manuel, que quedó huérfano. Lloraba de pena, no volvería a ver a su madre. Pero sobretodo lloraba de miedo y de culpabilidad, sentía como si él hubiese matado a su querida mamá, todo por darle cuerda a aquel maldito mono. El chico fue a vivir a casa de sus tíos y pasaron cuatro años de supuesta tranquilidad, pues cada noche la pesadilla de su madre muriendo a causa del mono, lo despertaba entre sudor. Una tarde de enero, el mono apareció encima de su cama como por arte de magia, ¡Aquello era una pesadilla, el mono se había quedado en su antigua casa! ¿Qué hacía allí de nuevo? Sus platillos comenzaron a entrechocar mientras aquella sonrisa malévola le sonreía, ¡Alguien le había dado cuerda! Chang-chang-chang…
               Ese mismo día, la tía Laura murió en un terrible accidente de tráfico. Totalmente aterrado y enfurecido, Manuel tiró el juguete al fuego de la chimenea para acabar con esa pesadilla de una vez. Mientras el mono ardía, dijo: <<Destrúyeme si quieres, yo tan solo soy un juguete, un juguete inmortal. Quémame cuanto quieras, pero mis platillos sonarán una vez más. ¿Quién morirá?, ¿Tu tío Roberto en un tiroteo en la calle?, ¿Tú novia esmeralda carbonizada en un incendio?, ¿O finalmente serás tú? Yo no lo sé, solo soy un mono de juguete… Chang-chang-chang…>> Y dando un último choque a sus platillos, el mono se consumió en el fuego. Ese día, Manuel recibió la trágica noticia de la muerte de su novia, pero finalmente el mono había muerto. O eso pensaba…

               -No me gusta ese mono, papá –murmuró Miguel acercándose esa tarde a su padre.
               Manuel se sobresaltó al escuchar la voz de su hijo. En esas horas solo había tenido un pensamiento en mente, ¿Cómo estaba el mono intacto si había sido consumido por el fuego de su chimenea? ¡Él mismo había presenciado su muerte! Aquello no era posible. Tenía que impedir que el mono una vez más acabara con la vida de sus seres queridos.
               -A mí tampoco… -respondió Manuel.
               Al principio, el niño pensó que su padre lo decía para complacerle, pero descubrió que sus palabras eran ciertas. Por primera vez, veía miedo reflejado en los ojos de su progenitor.
               -Me parece malo, quiere matar a gente… No está roto, ¿Verdad, papá?
               -No… Y vamos a destruirlo para siempre…
               Aquello le hizo pensar: ¿Era posible deshacerse definitivamente de él? Pronto lo descubriría.

El motor del coche rugía a causa de la velocidad que llevaba el vehículo. Manuel y Miguel montaban en el Renault rumbo a una tienda de antigüedades, con la esperanza de averiguar alguna forma de destruirlo para siempre. El coche circulaba a casi 90 km/h cuando por la calzada, Manuel divisó a su mujer Lucía, quien como todas las tardes, volvía andando del trabajo. Durante un segundo, la cabeza de Manuel pensó a toda velocidad, según el mono, su mujer iba a morir atropellada. Iba a detener el coche cuando todo sucedió demasiado rápido. El mono que reposaba en la parte trasera del coche, junto a Miguel, entrechocó sus platillos tan solo una vez, emitiendo un fuerte chang. Entonces la rueda del coche explotó súbitamente haciendo que el adulto perdiese el control del vehículo. Nada impidió que la cabeza de Lucía y el parabrisas del coche se encontraran con un choque explosivo; ambos se hicieron pedazos. El golpe y la velocidad hicieron que el Renault derrapase y saliese por el otro lado de la carretera, dando una vuelta de campana. El impacto del coche contra la orilla del río del lago que había al lado de la carretera, fue brutal.
               Durante unos minutos, todo permaneció en silencio y Manuel estaba completamente aturdido. Sin embargo pronto despertó totalmente dolorido, el mono volvía a estrellar maliciosamente sus platillos: Chang-chang-chang. Acabas de matar a tu mujer, Manuel. Y ahora vais a morir los dos ahogados en el coche. Mira como entra el agua, mira como entra. Chang-chang-chang.
               -¡Papi, ayúdame! –Exclamaba el niño intentando zafarse del condenador cinturón de seguridad que lo tenía atrapado mientras entraba el agua por los cristales rotos del coche. Manuel despertó completamente de su confusión y con espanto, observó como el agua entraba en peligrosas cantidades en el vehículo, ¡Se estaba hundiendo! En una carrera contra reloj, Manuel se liberó de su cinturón y de un bolsillo lateral del coche, completamente hundido bajo la fría agua que iba subiendo en nivel poco a poco, sacó una navaja que allí guardaba. Con ella liberó a su hijo, pero el agua continuaba entrando, ya casi ni podían respirar, Chang-chang-chang se os agota el tiempo, no podéis huir. Estáis hundiéndoos en el fondo del lago. Es tu turno Manuel, finalmente eres tú, tú, tú…
               Manuel desesperado vio cómo su hijo apenas llegaba a dar una última bocanada de aire, el tiempo se había agotado, ¡Tenían que huir ya! Chang-chang-chang. Con un veloz movimiento, el adulto cortó con la navaja, uno de los brazos del mono, para que no pudiese continuar estrellando su instrumento. Las negras aguas, ya habían inundado completamente el coche, con un último esfuerzo, consiguió salir del vehículo que terminaba de hundirse en las profundas aguas del lago. Momentos más tarde, ambos llegaban a la superficie, realizando una gran bocanada de aire para recuperarlo, Manuel comenzó a nadar como no lo había hecho en su vida, ¿Podrían morir de alguna otra forma?, el mono siempre conseguía matar a sus presas. La orilla estaba cada vez más cerca, pero podían morir de repente, de cualquier manera, pero la playa estaba a menos de tres metros, el adulto y el chico sentían por fin la seguridad y… Llegaron a ella. Riendo y llorando, los dos salieron del agua y se abrazaron el uno al otro.
               <<Muérete para siempre, mono hijo de puta>> murmuró Manuel totalmente exhausto.
               -Papá, el mono ha muerto, ¿Verdad? –Preguntó el chiquillo. El padre contestó afirmativamente, tomando grandes bocanadas de aire. Finalmente todo había acabado.- Y… ¿Mamá ha muerto…?
               Manuel sintió un terrible vuelco en el corazón y se le formó un nudo en su garganta. Sus ojos se inundaron en lágrimas y afirmó con la cabeza, añadiendo un breve <<Todo saldrá bien, campeón>>. Treinta años después la pesadilla había acabado. Se había llevado la vida de su mujer pero al menos, Miguel estaba a salvo y eso era lo que ella hubiese querido. Una vez más se fundieron en un cálido abrazo.
               Chang-chang-chang. El escalofriante sonido de dos platillos chocando, los aterrorizó. A su lado, en la arena, descansaba el mono, mostrando sus blancos dientes con aquella endemoniada sonrisa, Con auténtico pavor, padre e hijo comprobaron que una vez más, el juguete estaba ahí, intacto, con ambos brazos, con los dos platillos haciendo su función: chocar entre ellos. Chang-chang-chang. Ya te he dicho que soy inmortal, Manuel. Y ahora, ¿Moriréis por un repentino ataque al corazón? Chang-chang-chang…
               ¡CHANG!


FIN…