Incorporado en la
cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre retirándose
finalmente), Carlos había terminado el jarabe. Rechistando se levantó y puso
rumbo hacia el sótano, donde en un estante guardaban los medicamentos. En
condiciones normales, habría sido su hermano Pablo quien le habría traído el
jarabe. Pero él estaba solo en casa. O casi. Su hermano estaba en la
autoescuela y su madre sí se encontraba en la casa, pero dormida. Trabajaba
durante toda la noche y varias horas del día y el tiempo que permanecía en el
hogar, lo utilizaba para descansar.
Oyó que su madre roncaba.
Ese sonido era reconfortante, pero no lo era la idea de bajar al sótano. No le
gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre
imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había Algo. Era una tontería, por
supuesto, lo decía su madre y lo decía Pablo, pero aun así…
Tenía doce años ya, pero
todavía seguía temiendo a la oscuridad. Normal. Su padre había muerto en ella. Había
fallecido un día bajando las escaleras del sótano y la puerta se cerró de golpe
y tropezó cayendo y rompiéndose el cuello escalones abajo. De eso hacía ya
cuatro años y su madre y Pablo le habían dicho que fue un trágico accidente,
pero Carlos no se lo creía. Sabía que había Algo más… Sabía que había Algo más
en el sótano.
No se atrevía siquiera abrir
la puerta para encender la luz, porque siempre tenía la idea (era algo tan
sumamente estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) de que, mientras
estuviera tanteando en busca del interruptor, alguna garra espantosa (o Algo
mucho peor) se posaría ligeramente sobre su muñeca… y lo arrastraría hacia esa oscuridad
que olía a suciedad, a humedad y a miedo.
¡Qué estupidez! No existían
cosas con garras, todas peludas y llena de furia asesina. De vez en cuando,
alguien se volvía loco y mataba a mucha gente, pero nada más. No había ningún monstruo
viviendo allá abajo, en el sótano. Aun así la idea persistía. En aquellos
momentos interminables, mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz con
la mano derecha (la mano izquierda aferrada con fuerza al marco de la puerta),
ese olor a sótano parecía intensificarse hasta ahogar el mundo entero. Los olores
a sucio, a humedad y a miedo se mezclaban en un olor inconfundible e
ineludible, el olor del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el
olor de Algo que no sabía nombrar. Una criatura capaz de matar y comer cualquier
cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño.
Esa mañana, había abierto la
puerta para tantear interminablemente en busca del interruptor, sujetando el
marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos apretados, la punta de la
lengua asomando por la comisura de los labios como una raicilla agonizante
buscando agua en un sitio de sequía.
Los ronquidos de su madre
llegaban desde el dormitorio de arriba donde se pasaba la mayoría del tiempo
siempre que estaba en casa.
¡Sus dedos encontraron el
interruptor!
Lo accionó… nada. No había
luz.
Mierda. La corriente eléctrica.
Carlos retiró su brazo como
de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón
apresurado en el pecho. No había corriente; había olvidado que estaba cortada.
¡Mierda! ¿Y ahora qué? ¿Volver a enfermar por no tomar el jarabe necesario y
decirle a su madre que no pudo cogerlo porque no había luz y tenía miedo de que
Algo lo cogiese en las escaleras del sótano, Algo que no era un asesino, sino una
criatura peor que esa cosa? ¿Algo simplemente deslizaría una parte de su
podrido ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? A Pablo le haría
gracia, pero a su madre no. Su madre diría: <<A ver si creces
Carlitos…>>
Respirando hondo y
frotándose ambos brazos en carne de gallina, bajó los cuatro escalones que
faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón golpeando su garganta como
un martillo caliente, el pelo de la nuca en posición de firmes, los ojos
ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la
puerta del sótano se cerraría sola tapando la luz blanca que caía desde las
ventanas de la cocina y entonces oiría Algo. Algo peor que todos los asesinos
juntos, peor que todos los monstruos de películas de terror unido en uno solo.
Algo, gruñendo profundamente, quizás incluso recitando el nombre de
<<Carlos… Carlos… Carlos…>>-Carlos oiría el gruñido en esos
segundos demenciales antes de que Algo se abalanzase sobre él y le descerrajase
las entrañas-.
Carlos examinó los chismes
del estante tan rápidamente como pudo: trapos para limpiar la casa, una
linterna rota, algunas pilas, una vieja lata de cerveza. La apartó luego hacia
atrás… y allí estaba, por fin, una botella de jarabe bien llena.
Carlos arrancó de allí y
subió las escaleras tan rápido como pudo, dándose cuenta de repente de que
tenía los cordones desatados y de que esos cordones serían su perdición: la
cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta afuera y entonces le cogería de
los cordones y le tiraría hacia atrás y…
Alcanzó la cocina y cerró la
puerta a su espalda. La puerta sonó como si la hubiese cerrado un golpe de
viento. Carlos se apoyó contra ella con
los ojos cerrados, la frente y los brazos cubierto de sudor y el bote de jarabe
apretado en una mano.
-Carlitos, ¿Podrías bajar
otra vez al sótano? Necesito tu ayuda un momento.
Los ronquidos habían cesado
y la voz de su madre llegó flotando desde el sótano.
Carlos rio bajito. De nuevo
tenía que bajar al sótano, pero esta vez con su madre estaba a salvo. Ese Algo
del sótano no se atrevería a atacar a dos personas y mucho menos a su madre.
Abrió la puerta de la cocina
y puso rumbo hacia el sótano que permanecía con la puerta abierta, invitando a
entrar a Carlitos. La oscuridad del sótano en unos segundos le envolvería, pero
en compañía de su madre no iba a suceder nada. Todo habían sido imaginaciones
suyas. Ese Algo no existía.
Se disponía a entrar en el
sótano para comenzar a bajar por los oscuros peldaños cuando unas fuertes manos
lo rodearon y le taparon la boca.
Era su madre. Pero no tenía
su habitual cara de cansada, sino que sus ojos desorbitados reflejaban auténtico
pavor, auténtico miedo. Aterrorizada le dijo en un hilo de voz:
-¡Shhhh! Yo también escuché
la voz…
FIN
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