jueves, 14 de agosto de 2014

EL SÓTANO




Incorporado en la cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre retirándose finalmente), Carlos había terminado el jarabe. Rechistando se levantó y puso rumbo hacia el sótano, donde en un estante guardaban los medicamentos. En condiciones normales, habría sido su hermano Pablo quien le habría traído el jarabe. Pero él estaba solo en casa. O casi. Su hermano estaba en la autoescuela y su madre sí se encontraba en la casa, pero dormida. Trabajaba durante toda la noche y varias horas del día y el tiempo que permanecía en el hogar, lo utilizaba para descansar.
                    Oyó que su madre roncaba. Ese sonido era reconfortante, pero no lo era la idea de bajar al sótano. No le gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había Algo. Era una tontería, por supuesto, lo decía su madre y lo decía Pablo, pero aun así…
                    Tenía doce años ya, pero todavía seguía temiendo a la oscuridad. Normal. Su padre había muerto en ella. Había fallecido un día bajando las escaleras del sótano y la puerta se cerró de golpe y tropezó cayendo y rompiéndose el cuello escalones abajo. De eso hacía ya cuatro años y su madre y Pablo le habían dicho que fue un trágico accidente, pero Carlos no se lo creía. Sabía que había Algo más… Sabía que había Algo más en el sótano.
                    No se atrevía siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque siempre tenía la idea (era algo tan sumamente estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) de que, mientras estuviera tanteando en busca del interruptor, alguna garra espantosa (o Algo mucho peor) se posaría ligeramente sobre su muñeca… y lo arrastraría hacia esa oscuridad que olía a suciedad, a humedad y a miedo.
                    ¡Qué estupidez! No existían cosas con garras, todas peludas y llena de furia asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente, pero nada más. No había ningún monstruo viviendo allá abajo, en el sótano. Aun así la idea persistía. En aquellos momentos interminables, mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz con la mano derecha (la mano izquierda aferrada con fuerza al marco de la puerta), ese olor a sótano parecía intensificarse hasta ahogar el mundo entero. Los olores a sucio, a humedad y a miedo se mezclaban en un olor inconfundible e ineludible, el olor del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el olor de Algo que no sabía nombrar. Una criatura capaz de matar y comer cualquier cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño.
                    Esa mañana, había abierto la puerta para tantear interminablemente en busca del interruptor, sujetando el marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos apretados, la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios como una raicilla agonizante buscando agua en un sitio de sequía.
                    Los ronquidos de su madre llegaban desde el dormitorio de arriba donde se pasaba la mayoría del tiempo siempre que estaba en casa.
                    ¡Sus dedos encontraron el interruptor!
                    Lo accionó… nada. No había luz.
                    Mierda. La corriente eléctrica.
                    Carlos retiró su brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón apresurado en el pecho. No había corriente; había olvidado que estaba cortada. ¡Mierda! ¿Y ahora qué? ¿Volver a enfermar por no tomar el jarabe necesario y decirle a su madre que no pudo cogerlo porque no había luz y tenía miedo de que Algo lo cogiese en las escaleras del sótano, Algo que no era un asesino, sino una criatura peor que esa cosa? ¿Algo simplemente deslizaría una parte de su podrido ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? A Pablo le haría gracia, pero a su madre no. Su madre diría: <<A ver si creces Carlitos…>>
                    Respirando hondo y frotándose ambos brazos en carne de gallina, bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón golpeando su garganta como un martillo caliente, el pelo de la nuca en posición de firmes, los ojos ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría sola tapando la luz blanca que caía desde las ventanas de la cocina y entonces oiría Algo. Algo peor que todos los asesinos juntos, peor que todos los monstruos de películas de terror unido en uno solo. Algo, gruñendo profundamente, quizás incluso recitando el nombre de <<Carlos… Carlos… Carlos…>>-Carlos oiría el gruñido en esos segundos demenciales antes de que Algo se abalanzase sobre él y le descerrajase las entrañas-.
                    Carlos examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: trapos para limpiar la casa, una linterna rota, algunas pilas, una vieja lata de cerveza. La apartó luego hacia atrás… y allí estaba, por fin, una botella de jarabe bien llena.
                    Carlos arrancó de allí y subió las escaleras tan rápido como pudo, dándose cuenta de repente de que tenía los cordones desatados y de que esos cordones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta afuera y entonces le cogería de los cordones y le tiraría hacia atrás y…
                    Alcanzó la cocina y cerró la puerta a su espalda. La puerta sonó como si la hubiese cerrado un golpe de viento.  Carlos se apoyó contra ella con los ojos cerrados, la frente y los brazos cubierto de sudor y el bote de jarabe apretado en una mano.
                    -Carlitos, ¿Podrías bajar otra vez al sótano? Necesito tu ayuda un momento.
                    Los ronquidos habían cesado y la voz de su madre llegó flotando desde el sótano.
                    Carlos rio bajito. De nuevo tenía que bajar al sótano, pero esta vez con su madre estaba a salvo. Ese Algo del sótano no se atrevería a atacar a dos personas y mucho menos a su madre.
                    Abrió la puerta de la cocina y puso rumbo hacia el sótano que permanecía con la puerta abierta, invitando a entrar a Carlitos. La oscuridad del sótano en unos segundos le envolvería, pero en compañía de su madre no iba a suceder nada. Todo habían sido imaginaciones suyas. Ese Algo no existía.
                    Se disponía a entrar en el sótano para comenzar a bajar por los oscuros peldaños cuando unas fuertes manos lo rodearon y le taparon la boca.
                    Era su madre. Pero no tenía su habitual cara de cansada, sino que sus ojos desorbitados reflejaban auténtico pavor, auténtico miedo. Aterrorizada le dijo en un hilo de voz:
                    -¡Shhhh! Yo también escuché la voz…



FIN…




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