Los tenues sollozos del bebé perforaron el liviano
sueño mañanero de Tamara Campos, que se levantó para atender al niño con los
ojos todavía hinchados. Se golpeó la pierna contra una mesita de noche y soltó
una maldición.
Al
oírla, el bebé chilló con más fuerza.
-¡Cállate,
que ya voy! –le gritó con más fuerza.
Por
el estrecho pasillo del piso fue hasta la cocina. Era una muchacha delgada en
quien ya quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía haberla
agraciado. Sacó de la nevera el biberón de Andrés y pensó en calentárselo, pero
después decidió que solo tenía ganas de mandar a la mierda todo. <<Si
tanta hambre tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío>>, se dijo.
Fue
hasta el dormitorio del niño y lo miró fríamente. Tenía diez meses, pero era
enfermizo y llorón. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Ahora
tenía algo en las manos. Tamara se acercó más, pensando qué demonios había
encontrado.
Tamara
tenía diecisiete años, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer
aniversario de su boda. En el momento de casarse con Javier Puime, embarazada
de seis meses y sin posibilidad de disimular su estado, el matrimonio le había
parecido la bendición que el padre Gabriel decía que era: una bendita escotilla
de escape. Ahora creía que era un montón de mierda. Exactamente, advirtió
consternada, lo que Andrés tenía en las manos y con lo que había ensuciado su
pelo y las paredes.
Se
quedó mirándole sombríamente, con el biberón frío en la mano.
¿Para
esto, reflexionó, había dejado el instituto, sus amigos y sus esperanzas de ser
modelo? Por un marido que trabajaba todo el día y por las noches se iba a beber
con los inútiles de sus amigos en el bar del pueblo. Por un mocoso que era el
retrato inútil de su padre y que lo embadurnaba todo de caca.
Y
que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.
-¡Cállate!
–vociferó a su vez Tamara.
Arrojó
contra el niño el biberón de plástico, que lo golpeó en la frente y le hizo
caer de espaldas en la cuna, llorando y agitando los brazos. Bajo el nacimiento
del pelo le había quedado una marca roja, y Tamara sintió una horrible oleada
de satisfacción, pena y odio que le anudó la garganta. Levantó al niño de la
cuna como si fuera un trapo.
-¡Cállate!
¡Cállate! ¡Cállate!
Antes
de poder dominarse, ya le había dado dos puñetazos y lanzado contra la pared.
El bebé dejó de emitir ningún sonido. Con el rostro purpúreo y demacrado, se
quedó inmóvil el suelo.
-Perdóname
–murmuró Tamara-. Oh, perdóname. ¿Te he hecho daño, Andrés? Mami te va a volver
a acostar.
Y
lo metió en la cuna. El niño le sonreía con su sonrisa sin dientes y miraba a
su madre con esos ojos sin luz, sin vida.
-Buenas
noches, cariño –dijo Tamara dándole un beso. El bebé no respondió.
No
respondió nunca más.
FIN